Hoy al fin lo logré.
Una vez más en esta semana me tocó ir a Peñalolén (cosa que merecerá su crónica aparte), y a la hora de volver, como éramos un grupo de gente (entre niños y adultos, más niños que adultos) decidimos esperar una micro del Transantiago, pero articulada.
Reconozco que estaba ansiosa de subirme y pararme justo en la articulación, estaba entregada a mi infantilidad. Una vez arriba, quería que pasara luego todo el trámite de pagar el pasaje y todo eso, quería avanzar y pararme justo en el centro de la micro.
Y así lo hice. Los costados de la micro son por dentro igual que por fuera, como una acordeón. El piso se transforma en ese lugar en un círculo. Pensé que se movería todo el tiempo, pero me dí cuenta que no, era necesario que la micro dejara su trayecto recto y virara en alguna parte. Así es que ahí me quedé...esperando...
Hasta que llegó el momento: debía virar. Y fue increíble porque mientras iba dando la vuelta correspondiente, el círculo que está en el piso y en el cual yo estaba parada, comenzó a girar y girar y girar...y yo seguía parada en el mismo lugar, sólo disfrutando de cómo el piso sobre el cual estaba parada giraba y giraba.
Hasta que la micro tomó nuevamente un trayecto nuevo y yo, pude haberme quedado parada ahí para disfrutar cada vuelta que me tocara en el camino hacia el destino (idea que no dejaba de tentarme), pero opté por sentarme...
...y disfrutar de una conversación.